Su carácter era siempre alegre y no le tenía miedo a la muerte ya que desde pequeño participaba en carrera de autos Gokart. Sin embargo, en varias ocasiones, al mirar la piedra de homenaje a los mártires exclamaba con un dejo de excitación: "Yo voy a estar ahí".
Era un muchacho tranquilo, sin vicios y muy enamorado de su polola con la cual hacía una muy buena pareja. Pocos días antes de su muerte, se había incorporado a la Guardia Nocturna y una noche llegó muy contento con unas medias de lana que Marisol le había tejido para que no se le enfriaran los pies al concurrir a los Llamados. Una de estas medias quedó tirada en la Sala de Máquinas esa fatídica noche en que Jorge fue aprisionado por su destino, mudo testigo del dolor de los voluntarios, de sus padres y de su polola.
"En las dependencias de la Guardia Nocturna estábamos conversando dos Voluntarios. Eran como las 10 de la noche y nada hacía presagiar lo que ocurriría horas más tarde. Jorge ya se había acostado y yo había estado trabajando en la Ayudantía.
Después de un rato de amena charla, me dispuse a ir a mi casa a comer y le dije: "Voy y vuelvo, quedas a cargo de la Compañía". Mi casa estaba a sólo 5 cuadras del Cuartel por lo que no demoraba mucho en hacer este recorrido todas las noches. Cuando iba de regreso al Cuartel sentí el sonido de la sirena y apuré el paso. Al llegar observé las puestas abiertas de la Sala de Máquinas y en el medio de ella una media negra de lana que enseguida reconocí como la de Jorge y pensé: a uno que van a retar cuando llegue con los pies helados.
Las horas siguientes fueron de un hondo pesar, las informaciones no eran alentadoras y la lenta espera de noticias afectaba mi mente y daba lugar a la recriminación. ¿Por qué lo habré dejado solo? Si yo no hubiera ido a comer esto no habría pasado. ¿Por qué se bajó del carro si esto lo habíamos conversado tantas veces?.
El reloj marcaba la 1:03 minutos cuando recibí la llamada que tanto esperábamos. Jorge estaba muerto. Su pulmón destrozado interrumpió su hálito de vida y su espíritu, libre ya de su prisión corporal, recorrió en un segundo la distancia desde la Posta hacia el Cuartel y se posó por última vez en la Guardia Nocturna, donde seis muchachos llorábamos en silencio, sin comprender aún, lo absurdo de su partida.